La meditación de hoy estará basada en dos textos que se encuentran en el pentateuco, en el libro de Deuteronomio:
Dt 26:7 “7 Y clamamos a Jehová el Dios de nuestros padres; y Jehová oyó nuestra voz, y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión“
Dt 26:18-19 “18 Y Jehová ha declarado hoy que tú eres pueblo suyo, de su exclusiva posesión, como te lo ha prometido, para que guardes todos sus mandamientos; 19 a fin de exaltarte sobre todas las naciones que hizo, para loor y fama y gloria, y para que seas un pueblo santo a Jehová tu Dios, como él ha dicho“
El pueblo de Israel pasó por muchas dificultades en su estancia en Egipto. Lo que comenzó como un reencuentro familiar entre José y su familia, terminó con la esclavitud de todos sus descendientes.
Pero el grito desgarrador del pueblo no quedó sin respuesta. Cumplido el tiempo, Dios se dispuso a intervenir. Lo que parecía imposible para los hombres no lo era para Dios, y con grandes señales y milagros sacó a su pueblo.
Un pueblo que sufría en tres aspectos cuando estaba en Egipto: aflicción (hebreo oní = miseria), trabajo (hebreo amál = esfuerzo agotador) y opresión (hebreo lákjats = aflicción).
Así como los israelitas, también éramos nosotros, los hijos de Dios, cuando estábamos en el mundo. Vivíamos en la miseria y la ruina que produce el pecado. Todos nuestros esfuerzos por servir y agradar a Dios eran en vano, solo servíamos a este mundo sin aspirar a nada más. Y, en último lugar, vivíamos bajo la aflicción que trae ser esclavos de satanás, el mundo y la carne.
Pero del mismo modo que Israel fue liberado con mano poderosa, nosotros también lo fuimos con el sacrificio de Jesucristo en la cruz. Un milagro que barrió con el poder del pecado sobre nuestra vida y nos llevó a una libertad nunca conocida por nosotros. Libertad a través del arrepentimiento y de creer en el nombre de Jesús.
Una salvación que Dios había prometido a Abraham que se cumpliría en su simiente. Una salvación que nos libra de la condenación y nos santifica, es decir, nos aparta del pecado y nos une a la familia de Dios, a su pueblo.
Para Israel la salvación de la esclavitud en Egipto se manifestaba en tres aspectos: loor (hebreo tejilá = elogio), fama (hebreo shem = posición de honor) y gloria (hebreo tifará = brillo).
Israel pasó de la miseria al brillo entre las naciones, del esfuerzo agotador a una posición de honor y de la opresión por una nación a los elogios de las naciones. De manera similar, nosotros pasamos de una situación de miseria en el pecado a tener brillo y una luz que mostrar al mundo. Dios cambió nuestro esfuerzo agotador e infructuoso por una posición de honor donde somos hijos del rey de reyes y le servimos. Y, en último lugar, la opresión por ser esclavos de satanás, el mundo y la carne desapareció y se convirtió en elogios de aquellos que ven nuestra vida transformada.
El apóstol Pedro lo expresó de esta manera:
1 Pe 2:9-10 “9 Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; 10 vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia“
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